29 febrero 2012

Pócimas


¡¡¡Me encantan!!! xD

Sólo por tenerlas de adorno: Essence of Bat's Breath, Black Widow Venom, Vampire Love Potion y Graveyard Dust ;-)








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23 febrero 2012

40








Let's dance in style, let's dance for a while
Heaven can wait we're only watching the skies
Hoping for the best but expecting the worst
Are you gonna drop the bomb or not?

Let us die young or let us live forever

We don't have the power but we never say never
Sitting in a sandpit, life is a short trip
The music's for the sad man

Can you imagine when this race is won

Turn our golden faces into the sun
Praising our leaders we're getting in tune
The music's played by the, the madman

Forever young, I want to be forever young

Do you really want to live forever?
Forever, or never

Forever young, I want to be forever young

Do you really want to live forever?
Forever young

Some are like water, some are like the heat

Some are a melody and some are the beat
Sooner or later they all will be gone
Why don't they stay young?

It's so hard to get old without a cause

I don't want to perish like a fading rose
Youth like diamonds in the sun
And diamonds are forever

So many adventures couldn't happen today

So many songs we forgot to play
So many dreams are swinging out of the blue
We let 'em come true

Forever young, I want to be forever young

Do you really want to live forever?
Forever, or never

Forever young, I want to be forever young

Do you really want to live forever?
Forever, or never

Forever young, I wanna be forever young

Do you really want to live forever?





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20 febrero 2012

Italianos e italianos

Vista del crucero 'Costa Concordia' escorado cerca de la isla de Giglio, en la costa italiana (Foto: Filippo Monforte/ AFP)


Me encontraba en Italia cuando el Costa Concordia naufragó en la isla del Giglio. Y una mañana, comprando películas de Totó y Alberto Sordi en la Feltrinelli para regalar a los amigos I due colonnelli, Guardie e ladri, Il vedovo, Una vita difficile observé que el chico que atendía el punto de información estaba conectado a Internet y escuchaba el diálogo telefónico mantenido en la noche del viernes 13 de enero entre el capitán Francesco Schettino, que acababa de abandonar barco, pasaje y tripulantes a su suerte, y el comandante de la Guardia Costera de Livorno, Gregorio De Falco. «¿Quiere irse a su casa porque está oscuro, Schettino? -sonaba recia la voz del oficial-. ¡Vuelva a bordo, carajo!».

Me acerqué, interesado, y escuché también. Estuvimos un rato los dos en silencio, mirándonos de vez en cuando, en las pausas entre las instrucciones que De Falco daba al otro con serenidad y firmeza, y los balbuceos desconcertados del pingajo humano que era Schettino. A veces, tras advertir que yo no era italiano, el joven empleado de la librería me dirigía ojeadas incómodas cuando los balbuceos del capitán del Costa Concordia eran especialmente patéticos; como si el chico se avergonzara de que yo escuchase aquello. Quizás por eso, en un momento en que la voz del oficial de la Guardia Costera sonó especialmente firme «¡Le estoy dando una orden, comandante!», el chico me miró de nuevo, y como si hablase consigo mismo, aunque dirigiéndose a mí, murmuró con un toque admirativo: «Ha le palle». Ése sí tiene cojones, en traducción libre. Referido a De Falco.

Me gustó el detalle. Que le importase mi opinión, quiero decir. La de un extranjero al que suponía ajeno a las cosas de Italia y los italianos. Que se avergonzara ante mí de la vileza del cobarde; y que, a cambio, se enorgulleciera de la firmeza y la calma del que sabía cumplir con su deber. Son las dos Italias, insinuaba el encogimiento de hombros con que remató la situación. Dos mentalidades y actitudes ante la vida. La esperpéntica y la otra: la que, pese a todo, sigue siendo admirable y decente. Y no es extraño que a menudo aparezcan juntas, en contraste elocuente de lo que es esta tierra vieja, cínica y sin embargo, con frecuencia, espléndida. Como espejo de lo mejor y lo peor. De lo que a los italianos nos han hecho, de lo que fuimos y somos.

Me fui de la librería pensando en aquello. En una expresión que, incapaz de mejor definición, aplico siempre a cierto espíritu que es fácil encontrar en todo italiano sin distinción de clase social, educación o ideología: patriotismo cultural. Entiendo por eso cierta fatiga tolerante, sentimiento de quien mil veces fue invadido, engañado, puesto en almoneda; pero que conserva, a veces sin darse cuenta, un vago e instintivo orgullo por las tumbas de los antepasados, las viejas piedras que aún se tienen en pie, la memoria de cuando sus ancestros aún creían, luchaban, soñaban y dominaban el mundo. La facultad de identificar todavía a los honrados y a los héroes, dedicando un «ha le palle» a esa Italia decente que ni siquiera la mala suerte, la estupidez, la codicia, la grosería, la corrupción, los pésimos gobiernos, lograron borrar del todo; y que sigue ahí, asombrosa y evidente para quien haga el esfuerzo de fijarse, en el lado luminoso, enternecedor, de esas dos caras de las que son encarnación perfecta el buen comandante De Falco y el mísero capitán Schettino. Tan despreciable a causa de hombres como el segundo; tan noble por hombres como el primero.

A menudo envidio a los italianos. Quisiera para España su sentido del humor sabio y tranquilo, su fatalismo inteligente, su naturalidad para conciliar cosas que nosotros, enrocados en vileza y mala leche, creemos inconciliables. Algunos de mis amigos italianos estuvieron situados ideológicamente en la izquierda dura, radical, de los círculos intelectuales del Milán de los años setenta. Los veo, bebemos vino, comemos pasta y hablamos de los viejos tiempos y de los nuevos. Peinan canas y perdieron la fe en casi todo, como mi querida Laura Grimaldi, última gatoparda comunista. Pero he visto brillar sus ojos cuando la Italia noble y admirable sale en la conversación. Recuerdo a Paolo Soracci, cinismo y extrema inteligencia personificados, hablando con fervor de los buceadores italianos que durante la guerra atacaban navíos ingleses en Gibraltar. O a Marco Tropea, que además de mi amigo es mi editor, emocionándose al contar cómo un rehén de los talibán afganos, durante su ejecución grabada en vídeo, se arrancó la capucha y gritó «Mirad cómo muere un italiano» un segundo antes de ser degollado. En España, comenté yo, lo habríamos llamado fascista.


Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
19 de febrero de 2012








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09 febrero 2012

Bebe mi sangre



Cuando los vecinos de la manzana se enteraron de la composición que había escrito Jules, decidieron definitivamente que el muchacho estaba loco. Hacía tiempo que lo sospechaban.


Su mirada inexpresiva hacía estremecer a la gente. Y ese modo de hablar, áspero, gutural, no parecía normal en cuerpo tan frágil. La palidez de su piel asustaba a más de una criatura; parecía pender suelta por sobre la carne. Jules odiaba la luz del sol.


Y sus ideas resultaban un poco fuera de lugar para la gente que vivía en la misma manzana.

Jules quería ser un vampiro.


Se tenía por cierto que había nacido en una noche de tormenta, mientras el viento arrancaba los árboles de raíz. Decían que al nacer tenía tres dientes, y que los usó para prenderse al pecho de su madre, sacándole sangre junto con la leche.

Decían que al oscurecer ladraba y reía en su cuna. Que caminó a los dos meses, y que se sentaba a mirar la luna en las noches claras.


Eso decía la gente.


Los padres estaban muy preocupados por él. Como era el único hijo, repararon de inmediato en sus rarezas. Al principio lo creyeron ciego, pero el médico les dijo que se trataba sólo de una mirada vacía. Dijo que Jules, dado el gran tamaño de la cabeza, podía ser un genio o un idiota. Resultó ser idiota.


Hasta los cinco años no pronunció una palabra. Entonces, una noche, al sentarse a la mesa, dijo: “Muerte”.


Sus padres se sintieron confusos, entre la alegría y el disgusto. Finalmente encontraron el punto medio entre ambos sentimientos, y decidieron que Jules no debía saber qué significaba esa palabra.


Pero Jules lo sabía.


A partir de aquella noche, desarrolló un vocabulario tan amplio que cuantos lo conocían quedaban atónitos. No sólo aprendía de inmediato cuantos vocablos escuchaba, los que leía en los carteles, en las revistas y en los libros: además inventaba sus propias palabras. Como “sensanoche” o “matamor”. En realidad, eran varias palabras mezcladas y fundidas, y expresaban cosas que Jules sentía, sin que le fuera posible explicarlas con otro vocabulario.


Solía sentarse en el porche mientras los otros niños jugaban a la rayuela o a la pelota. Miraba fijamente la vereda, y creaba sus palabras.


Hasta la edad de doce años, Jules no buscó ningún tipo de problemas. Hubo, por cierto, una vez en que lo encontraron desvistiendo a Olivie Jones en un callejón, y en otra oportunidad lo descubrieron disecando un gatito en su propia cama. Pero transcurrieron varios años entre uno y otro episodio, y aquellos escándalos cayeron en el olvido. En general, durante toda su infancia no hizo nada peor que resultarles desagradable a quienes lo conocían.


Asistía a la escuela, pero nunca estudiaba. Tardaba dos o tres años en aprobar cada grado. Todos los maestros lo conocían por su nombre de pila. En algunas materias, tales como lectura y redacción, era casi brillante. En otras, en cambio, no tenía remedio.


A los doce años, un sábado, Jules fue al cine a ver “Drácula”. Cuando la película terminó, salió convertido en una masa de nervios palpitantes. Volvió a su casa y se encerró en el baño durante dos horas. Por mucho que los padres golpearon la puerta y gritaron sus amenazas, no salió. Finalmente apareció, a la hora de la cena, con un vendaje en el pulgar y una expresión satisfecha.


A la mañana siguiente fue a la biblioteca. Era domingo. Durante todo el día aguardó a que abrieran el lugar, sentado en los escalones. Al fin volvió a su casa. Pero a la mañana siguiente, en vez de ir a clase, volvió a la biblioteca.


Entre los estantes de libros localizó el tomo de “Drácula”. No podía retirarlo en préstamo, pues no era socio; para asociarse tenía que presentarse con el padre o la madre. Por lo tanto, se limitó a esconder el libro en el pantalón, y se marchó sin devolverlo.


Fue al parque, y allí se sentó a leer el libro. Ya era de noche cuando terminó. Entonces volvió a empezarlo, mientras volvía a la casa, leyendo a la luz de las lámparas. De todos los reproches que se le hicieron por haberse saltado la comida y la cena, no oyó una palabra. Comió, fue a su cuarto y terminó el libro por segunda vez. Cuando le preguntaron de dónde lo había sacado, respondió que lo había encontrado en la calle.


Pasaron varios días. Jules leyó aquella historia una y otra vez, y no volvió a la escuela. Por las noches, cuando el sueño y el cansancio lo vencían, la madre llevaba el libro a la sala para mostrárselo al esposo. Una noche notaron que Jules había subrayado ciertas frases con ideas temblorosas: “Los labios estaban rojos de sangre fresca, el surco había corrido por su barbilla, manchando la pureza de su mortaja”, o “Cuando la sangre comenzó a manar, me tomó las manos con una sola de las suyas, sujetándolas con fuerza; con la otra me impulsó por el cuello, oprimiendo mis labios contra la herida”.


Cuando la madre vio aquello, arrojó el libro al depósito de basura. A la mañana siguiente, Jules descubrió la falta del libro, lanzó un grito y retorció el brazo a su madre hasta que ella le dijo dónde lo había escondido. El muchacho corrió al sótano y escarbó entre las montañas de desperdicios hasta encontrar su libro Con las manos y las muñecas sucias de borra de café y clara de huevo, volvió al parque y leyó nuevamente el volumen.


Durante todo un mes, no hizo sino leerlo ávidamente. Por último, llegó a conocerlo tan bien que lo descartó: le bastaba con pensar en él.


Los boletines de la escuela denunciaban sus constantes ausencias, y la madre le gritó. Por lo tanto, Jules decidió retornar por un tiempo. Quería escribir una composición.


Un día la escribió en clase. Cuando todo el mundo hubo terminado, la maestra preguntó quién quería leer su composición en voz alta, y Jules levantó la mano. Fue toda una sorpresa para la maestra, pero se dejó llevar por la piedad y por el deseo de alentarlo. Le tomó la pequeña barbilla con una sonrisa, diciendo:


—Muy bien. Atención, niños, Jules nos va a leer su composición.


Jules se puso de pie, excitado. El papel le temblaba en las manos. Leyó.


—“Mi ambición”, por…


—Pasa al frente, querido.


Jules pasó al frente de la clase. La maestra sonreía con afecto. Volvió a empezar.


—“Mi ambición”, por Jules Drácula.


La sonrisa de la maestra se desvaneció.


—“Cuando crezca, quiero ser vampiro”.


Los labios de la maestra se curvaron hacia abajo, y sus ojos se dilataron.


—“Quiero vivir eternamente, y arreglar cuentas con todo el mundo, y convertir en vampiros a todas las muchachas”.


― ¡Jules!


—“Quiero tener un aliento hediondo, que huela a tierra muerta, a criptas y a dulces ataúdes”.


La maestra se estremeció. Sin poder creer en lo que oía, crispó una mano sobre el secante verde. Los niños estaban boquiabiertos. Se oían algunas risitas, pero no entre las niñas, por cierto.


—“Quiero que mi cuerpo sea frío, y mi carne esté podrida. Quiero tener sangre robada en las venas”.


—Con eso ba… ¡Ejemmmm! ―la maestra se aclaró ruidosamente la garganta—. Con eso basta, Jules —dijo.

Jules siguió hablando, en voz alta y desesperada.


—“Quiero hundir mis dientes blancos, terribles, en el cuello de las víctimas. Quiero que…”


—¡Jules! ¡Vuelve a tu asiento inmediatamente!


—“Quiero que se claven como navajas en la carne y en las venas” —leyó Jules, en tono feroz.


La maestra se levantó de un salto. Los niños temblaban. Ya no había risitas.


—“Y después, cuando los retire, la sangre manará abundante en mi boca, me correrá cálidamente por la garganta y…”


La mujer lo tomó por el brazo. Jules se desasió y escapó hasta un rincón. Allí, parapetado tras un banquito, gritó:


—“¡Y sacaré la lengua, y deslizaré los labios por la garganta de mis víctimas! ¡Quiero beber sangre de mujer!”


La maestra se lanzó en arremetida, sacándolo a la rastra de su rincón. Jules se defendió a zarpazos, y gritó durante todo el trayecto hasta la oficina del director:


—¡Esa es mi ambición! ¡Esa es mi ambición! ¡Esa es mi ambición!


Fue horrible.


Con Jules encerrado en su cuarto, la maestra y el director celebraron una reunión con los padres, relatando la escena en tonos sepulcrales. En todas las casas de la manzana se discutía el mismo tema. Los padres, al principio, se negaron a creerlo, tomando la historia como invención de los niños. Pero acabaron por pensar que, si los chicos eran capaces de inventar tales cosas, habían estado criando a verdaderos monstruos. Y optaron por creerlo.


Después de aquel episodio, todos observaban a Jules con mirada de gavilán. Evitaban el contacto con él. Los padres apartaban a sus hijos cuando lo veían aproximarse, y por todas partes corrían leyendas sobre él.

Hubo más partes de ausencias escolares. Jules comunicó a su madre que no volvería a la escuela, y nada pudo hacerlo cambiar de idea. Jamás volvió. Cada vez que los funcionarios de inspección escolar visitaban su casa, Jules escapaba por los techos.


Y así pasó un año.


Jules vagaba por las calles en busca de algo, sin saber qué. Lo buscó en los callejones, en las latas de basura y en los terrenos baldíos. Lo buscó por el este, por el oeste y en el medio.


Y no podía encontrarlo.


Pocas veces dormía, y nunca hablaba. Se pasaba los días con la mirada gacha. Olvidó todas las palabras de su invención.


Hasta que al fin…


Un día, en el parque, Jules pasó por el zoológico. Frente a la jaula del murciélago vampiro, una comente eléctrica pareció atravesarle el cuerpo. Los ojos se le dilataron, y sus dientes descoloridos lucieron en una sonrisa.


A partir de aquel día, Jules volvió diariamente al zoológico, para contemplar al vampiro. Hablaba con él, llamándole “conde”. En el fondo de su corazón, lo consideraba en verdad como un hombre que había cambiado de forma.


Le atacó nuevamente la sed de cultura. Robó otro libro de la biblioteca, donde se describía toda la vida salvaje. Encontró la página donde se hablaba del murciélago vampiro, la arrancó, y descartó el resto del libro.


Aprendió de memoria aquel trozo. Aprendió cómo hace el murciélago la incisión, cómo lame la sangre, tal como un gatito lame su crema, cómo camina sobre las puntas de sus alas plegadas y sobre las patas traseras, tal como una araña negra y velluda. Por qué la sangre es su único alimento.


Pasaron los meses. Jules seguía contemplando al murciélago y hablándole. Se convirtió en el único consuelo de su vida, el símbolo de los sueños hechos realidad.


Un día, Jules notó que el tejido de alambre que cubría la jaula se había aflojado en el fondo. Echó una veloz mirada alrededor. Nadie lo miraba. El día estaba nublado, y no había mucha gente en el zoológico.

Jules tironeó del alambre. Se movía un poco.


En ese momento, un hombre salió de la jaula de los monos. Jules retiró la mano y se alejó a grandes pasos.

Desde aquella noche, Jules esperaba a que todos le creyeran dormido, y pasaba descalzo junto al dormitorio de sus padres. Escuchaba los ronquidos del interior, y se calzaba apresuradamente para correr al zoológico.


Si el guardián no estaba cerca, Jules tironeaba del alambre, que iba aflojándose cada vez más. Cuando llegaba el momento de volver a su casa, volvía a colocar el alambre en su sitio, para que nadie pudiera sospechar.


Pasaba el día entero frente a la jaula, contemplando al “conde”; reía entre dientes, prometiéndole que pronto volvería a estar libre.


Contaba al “conde” todo lo que sabía. Le contaba que pensaba practicar hasta poder bajar por las paredes cabeza abajo. Le decía que no se preocupara, que pronto estaría fuera de allí. Y entonces, juntos, podrían recorrer la zona y beber la sangre de las muchachas.


Una noche, Jules quitó el alambre y se arrastró por debajo, hasta entrar a la jaula. Estaba muy oscuro. De rodillas, avanzó hasta la pequeña casilla de madera, y prestó atención, tratando de oír los chillidos del “conde”.


Introdujo la mano por la puerta oscura, susurrando. Un aguijonazo en el dedo le hizo saltar. Con una expresión de inmenso placer, atrajo hacia sí a aquel murciélago velludo y palpitante. Salió con él de la jaula, y huyó a la carrera del zoológico y del parque, por las calles silenciosas.


La mañana avanzaba. La luz iba poniendo un toque gris en los cielos sombríos. Pero Jules no podía volver a su casa. Necesitaba un lugar donde ir.


Bajó por un callejón y trepó por un cerco, sin soltar al murciélago, que lamía la sangre del dedo herido. Cruzó un patio, y entró a un pequeño cobertizo desierto.


El interior estaba oscuro y húmedo, lleno de cascotes, latas vacías, excrementos y cartones mojados. Jules se aseguró de que el murciélago no pudiera escapar. Después cerró la puerta y colocó un palo a modo de traba.

El corazón le latía furiosamente, los miembros le temblaban. Dejó en libertad al murciélago. Éste voló hasta un rincón oscuro, y allí se colgó de unas tablas.


Jules se arrancó febrilmente la camisa; sus labios se estremecieron en una sonrisa demencial. Sacó del bolsillo de sus pantalones una pequeña navaja que había robado a su madre. La abrió, y deslizó un dedo sobre la hoja; el filo le cortó la carne. Con una mano temblorosa, lanzó un golpe contra su propia garganta. La sangre corrió entre los dedos.


—¡Conde! ¡Conde! —gritó, frenético de alegría—. ¡Beba mi sangre roja! ¡Bébame! ¡Bébame!


Avanzó a tropezones entre las latas vacías, resbalando, mientras buscaba a tientas al murciélago. El animal se desprendió de un salto y voló, raudo, a través del cobertizo, para colgarse en el otro extremo.


Por las mejillas de Jules se deslizaron dos lágrimas. Apretó los dientes. La sangre le corría por los hombros, por el pecho angosto y lampiño. El cuerpo entero se le estremecía, como atacado por la fiebre. Tambaleándose, se volvió hacia el otro extremo del cobertizo. Tropezó, y el borde agudo de una lata le abrió un tajo en el costado. Alargó las manos, y aferró el cuerpo del murciélago para ponérselo a la garganta. Se dejó caer de espaldas sobre la tierra húmeda y fría, y dejó escapar un suspiro. Con las manos apretadas contra el pecho, empezó a gemir, presa de náuseas. El murciélago negro, posado sobre su cuello, lamía silenciosamente la sangre.


Jules sintió que la vida se le escapaba. Pensó en todos los años pasados. La espera, sus padres, la escuela. Drácula. Los sueños. Todo acababa allí, en esa gloria repentina.


Abrió los ojos, y el interior de aquel cobertizo maloliente dio vueltas a su alrededor. La respiración se le hacía difícil. Abrió la boca para aspirar una bocanada de aire, pero le resultó desagradable. Tosió, y su cuerpo desnudo se agitó sobre el suelo frío.


El cerebro se le iba cubriendo de neblinas, una sobre otra, como velos echados sobre él.


De pronto, la mente se le iluminó con una espantosa claridad. Sintió el dolor agudo en el costado. Supo que yacía medio desnudo entre los desperdicios, dejando que un murciélago volador le bebiera la sangre.


Con un grito ahogado, se irguió, arrancándose del cuello aquel bulto peludo y palpitante, y lo arrojó lejos de sí. El animal volvió, abanicándole el rostro con las alas vibrantes.


Jules, con gran esfuerzo, se puso de pie y buscó la salida. Casi no veía. Trató de detener en parte la hemorragia, y logró abrir la puerta. Salió al patio oscuro y se dejó caer de boca sobre la hierba alta.

Trató de pedir ayuda, pero sus labios no pudieron pronunciar sino un balbuceo ridículo.


Oyó el batir de alas. Súbitamente, aquello cesó.


Unas manos fuertes lo levantaron con suavidad. Su mirada agonizante se posó en el hombre alto y moreno, cuyos ojos fulguraban como rubíes.


—Hijo mío —dijo el hombre.



Richard Matheson (1951).










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08 febrero 2012

Charmaine Oliva

Obsidian 2011
24" x 30" oil on wood panel



Una grata sorpresa descubrir a esta artista que lo mismo ilustra, que pinta, que fotografía. 

En enero pasado inauguró su exposición titulada Ritual en la Shooting Gallery de San Francisco, CA.

Habrá que seguirle la pista a Charmaine Oliva ;-)

   
Maiya
Oil on Birch
46 x 66" Framed 










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06 febrero 2012

Nieve, cristal, manzanas




No sé qué clase de criatura es ella. Ninguno de nosotros lo sabe. Mató a su madre en el parto, pero eso nunca es suficiente para explicarlo.

Me llaman sabia, pero no lo soy ni mucho menos, por todo lo que preví, fragmentos, momentos congelados, atrapados en charcos de agua o en el cristal frío de mi espejo. Si fuera sabia, no habría intentado cambiar lo que vi. Si fuera sabia, me habría matado antes de encontrarme con ella, antes de atraparle a él.

Sabia, y una bruja, o eso decían, y había visto el rostro de aquel hombre en mis sueños y en reflejos toda mi vida: dieciséis años soñando con él antes de que frenara su caballo junto al puente aquella mañana y me preguntara cómo me llamaba. Me ayudó a subir a su caballo alto y cabalgamos juntos hasta mi casita, yo con la cara hundida en el oro de su cabello. Me pidió lo mejor que tenía; era el derecho de un rey.

Su barba era rojo bronce a la luz de la mañana y le conocí, no como rey, ya que no sabía nada de reyes entonces, sino como mi amor. Tomó todo lo que quería de mí, el derecho de reyes, pero volvió al día siguiente y la noche después: su barba tan roja, su cabello tan dorado, sus ojos del azul del cielo de verano, su piel morena del marrón suave del trigo maduro.

Su hija era sólo una niña: no tenía más de cinco años cuando llegué al palacio. Había un retrato de su madre muerta colgado en la habitación de la torre de la princesa: una mujer alta, el pelo del color de la madera oscura, ojos castaño caoba. Era de una sangre distinta a la de su pálida hija.

La niña no quería comer con nosotros.

No sé en qué parte del palacio comía.

Yo tenía mis propios aposentos. Mi marido, el rey, también tenía sus habitaciones. Cuando me quería me mandaba llamar, y yo iba a él y le daba placer y me llevaba mi placer con él.

Una noche, varios meses después de que me trajeran al palacio, la niña vino a mis aposentos. Tenía seis años. Yo estaba bordando a la luz de una lámpara, entrecerrando los ojos contra el humo y la iluminación irregular de la lámpara. Cuando levanté la vista, ella estaba allí.

―¿Princesa?

No dijo nada. Tenía los ojos negros como el carbón, negros como su cabelló; los labios eran más rojos que la sangre. Me miró y sonrió. Sus dientes parecían afilados, incluso entonces, a la luz de la lámpara.

―¿Qué haces fuera de tu habitación?

―Tengo hambre ―dijo ella, como cualquier niño.

Era invierno, cuando la comida fresca es un sueño de calor y luz del sol; pero yo tenía ristras de manzanas enteras, secas y sin corazón, colgadas de las vigas de mi aposento, y le bajé una manzana.

―Toma.

El otoño es la época de secar, de conservar, la época de recoger manzanas, de derretir la grasa de la oca. El invierno es la época del hambre, de la nieve y de la muerte; y es la época de la fiesta del pleno invierno, cuando frotamos con la grasa de la oca la piel de un cerdo entero, relleno de las manzanas de aquel otoño; luego lo asamos en el horno o en el asador, y nos preparamos para darnos un festín con la piel crujiente del cerdo.

Cogió la manzana y empezó a masticarla con sus dientes afilados y amarillos.

―¿Está buena?

Asintió con la cabeza. La princesita siempre me había asustado, pero en aquel momento se ganó mi simpatía y, con los dedos, suavemente, le acaricié la mejilla. Me miró y sonrió ―rara vez lo hacía―, luego me hundió los dientes en la raíz del pulgar, el monte de Venus, y me hizo sangrar.

Empecé a chillar, del dolor y de la sorpresa, pero ella me miró, y me callé.

La princesita pegó la boca a mi mano y lamió y chupó y bebió. Cuando hubo acabado, se marchó de mi aposento. Mientras lo miraba, el corte que ella me había hecho empezó a cerrarse, a formar una costra, a curarse. Al día siguiente era una cicatriz vieja: me podría haber cortado la mano con una navaja en mi infancia.

Ella me había congelado, poseído y dominado. Eso me asustaba, más que la sangre de la que se había alimentado. Después de aquella noche, cerré la puerta de mi aposento al anochecer, atrancándola con una barra de roble, y le pedí al herrero que me forjara unos barrotes de hierro, que colocó en mis ventanas.

Mi marido, mi amor, mi rey, me mandaba llamar cada vez menos, y, cuando iba a su encuentro, le hallaba mareado, lánguido, confuso. Ya no podía hacer el amor como un hombre y no me permitía que le diera placer con la boca: la única vez que lo intenté, dio un respingo tremendo y empezó a llorar. Aparté la boca y le abracé con fuerza hasta que sus sollozos cesaron y se durmió, como un niño.

Pasé los dedos por su piel mientras dormía. Estaba cubierta de una multitud de cicatrices antiguas. Sin embargo, yo no lograba recordar cicatriz alguna de los días en que me cortejaba, excepto una, en el costado, donde un jabalí le había corneado cuando era joven.

Pronto fue la sombra del hombre que yo había conocido y amado junto al puente. Se le notaban los huesos, azules y blancos, bajo la piel. Le acompañé en sus últimas horas: tenía las manos frías como la piedra, los ojos de un azul lechoso, el cabello y la barba sin brillo, desvaídos y lacios. Murió sin confesarse, la piel mordisqueada y marcada de la cabeza a los pies de cicatrices diminutas y viejas.

No pesaba casi nada. El suelo estaba helado y no pudimos cavarle ninguna tumba, así que pusimos un mojón de rocas y piedras sobre su cuerpo, sólo en memoria suya, ya que quedaba muy poco de él para proteger del hambre de las bestias y las aves.

Así que fui reina.

Además, era insensata y joven ―dieciocho veranos habían llegado y se habían ido desde la primera vez que vi la luz del día―, y no hice lo que habría hecho ahora.

Si fuera hoy, habría ordenado que le sacaran el corazón a la princesa, es cierto. Pero, luego, habría hecho que le cortasen la cabeza y los brazos y las piernas. Habría pedido que la destriparan. Luego, habría observado en la plaza de la ciudad mientras el verdugo avivaba el fuego con un fuelle hasta que estuviera al rojo vivo, habría observado sin parpadear mientras él destinaba cada una de sus partes al fuego. Habría apostado arqueros alrededor de la plaza, que dispararían a cualquier ave o animal que se acercase demasiado a las llamas, cualquier cuervo o perro o halcón o rata. Y no habría cerrado los ojos hasta que la princesa fuera ceniza y un viento suave pudiese esparcirla como la nieve.

No lo hice, y pagamos por nuestros errores.

Dicen que fui engañada; que no era su corazón. Que era el corazón de un animal, un ciervo, quizá, o un jabalí. Lo dicen y se equivocan.

También hay quien dice (pero es ella quien miente, no yo) que me dieron el corazón y que me lo comí. Las mentiras y las medias verdades caen como la nieve, cubriendo las cosas que recuerdo, las cosas que vi. Un paisaje, irreconocible después de la nevada; eso es lo que ha hecho ella de mi vida.

Había cicatrices en mi amor, en los muslos de su padre y en el escroto y en el miembro viril, cuando murió.

No fui con ellos. Se la llevaron de día, mientras dormía y estaba en su momento más débil. Se la llevaron al centro del bosque y allí le abrieron la blusa y le sacaron el corazón y la dejaron muerta, en un barranco, para que el bosque se la tragara.

El bosque es un lugar oscuro, la frontera de muchos reinos; nadie sería tan tonto como para reclamar su jurisdicción. En el bosque viven forajidos. Viven ladrones y también lobos. Puedes cabalgar por el bosque durante miles de días y no ver nunca un alma; pero hay ojos encima de ti todo el tiempo.

Me trajeron el corazón de la princesa. Sé que era suyo, ningún corazón de cerda o de gama habría seguido latiendo y palpitando una vez arrancado, como hizo aquel.

Lo llevé a mi aposento.

No me lo comí: lo colgué de las vigas que hay sobre mi cama, lo coloqué en un trozo de cordel en el que había ensartado serbas, de un rojo anaranjado como el pecho de un petirrojo, y cabezas de ajos.

Fuera la nieve caía, cubriendo las huellas de mis cazadores, cubriendo su cuerpo diminuto en el bosque donde yacía.

Hice que el herrero quitara los barrotes de hierro de mis ventanas y cada tarde durante los cortos días de invierno me pasaba algunas horas en mi habitación, mirando hacia el bosque, hasta que caía la noche.

Había, como ya he dicho, gente en el bosque. Solían salir, algunos de ellos, para la Feria de Primavera; una gente avariciosa, salvaje y peligrosa; algunos estaban atrofiados: enanos y jorobados; otros tenían los dientes enormes y la mirada ausente de los idiotas; algunos tenían dedos como aletas o pinzas de cangrejo. Salían sigilosamente del bosque cada año para la Feria de Primavera, que se celebraba cuando las nieves se habían derretido.

De niña, había trabajado en la feria, y me habían asustado entonces, los habitantes del bosque. Les decía la buenaventura a los que iban a la feria, viendo su futuro en un charco de agua quieta; y, después, ya mayor, en un disco de cristal brillante, el revés totalmente plateado, un regalo de un mercader cuyo caballo extraviado había visto en un charco de tinta.

Las personas que tenían los puestos en la feria tenían miedo de la gente del bosque. Solían clavar sus mercancías en las tablas desnudas de sus puestos; clavaban en la madera con clavos grandes de hierro los pedazos de pan de jengibre o los cinturones de piel. De no hacerlo, decían, los habitantes del bosque los cogerían y escaparían, mordisqueando el pan de jengibre robado, agitando los cinturones a su alrededor.

Sin embargo, la gente del bosque tenía dinero; una moneda por aquí, otra por allá, a veces estaban manchadas de verde por el tiempo o la tierra, y el rostro que aparecía en la moneda resultaba desconocido incluso para los más ancianos de nosotros. También tenían cosas para comerciar, y así la feria continuaba, al servicio de los marginados y los enanos, al servicio de los ladrones (si eran cautos) que se aprovechaban de los escasos viajeros de las tierras del otro lado del bosque, o de los gitanos o de los ciervos. (Lo que era un robo a los ojos de la ley, ya que los ciervos eran de la reina.)

Los años pasaron despacio y mi gente aseguraba que yo les gobernaba con sabiduría. El corazón seguía colgado sobre mi cama, latiendo despacio en la noche. Si había alguien que lloraba a la niña, no vi indicio alguno: ella era un ser aterrador, en aquel entonces, y creían estar mejor sin ella.

Una Feria de Primavera seguía a la otra: pasaron cinco, cada una de ellas más triste, más pobre, de peor calidad que la anterior. Cada vez venía menos gente del bosque a comprar y a los que lo hacían se les veía apagados y lánguidos. Los vendedores dejaron de clavar las mercancías en las tablas de sus puestos. Al quinto año, sólo un puñado de gente vino del bosque, un grupo temeroso de hombrecitos peludos, y nadie más.

El Señor de la Feria y su paje vinieron a verme cuando terminó la feria. Le había conocido un poco, antes de ser reina.

―No vengo a ti como a mi reina ―dijo.

Yo no dije nada. Escuché.

―Vengo a ti porque eres sabia ―continuó―. Cuando eras una niña encontraste un potro extraviado mirando en un charco de tinta; cuando eras una doncella encontraste a un niño perdido que se había alejado de su madre, mirando en ese espejo tuyo. Sabes secretos y buscas cosas escondidas. Mi reina ―preguntó―, ¿qué se está llevando a la gente del bosque? El año que viene no habrá Feria de Primavera. Los viajeros de otros reinos son cada vez más escasos, la gente del bosque casi ha desaparecido. Otro año como el anterior y nos moriremos de hambre.

Le ordené a mi sirvienta que me trajera mi espejo. Era un objeto sencillo, un disco de cristal con el revés plateado, que guardaba envuelto en una piel de gamo, en un arcón, en mi aposento.

Me lo trajeron y miré en él:

Ella tenía doce años y ya no era una niña. Aún tenía la piel pálida, los ojos y el pelo negros como el carbón, los labios rojo sangre. Llevaba la ropa que había llevado cuando dejó el castillo por última vez ―la blusa, la falda―, aunque estaba muy ensanchada, muy remendada. Por encima llevaba una capa de piel y en vez de botas llevaba bolsas de piel, atadas con correas, sobre sus pies diminutos.

Estaba en el bosque, de pie junto a un árbol.

Mientras la observaba, en el ojo de mi mente, la vi avanzar y pisar con sigilo y revolotear y caminar sin hacer ruido de árbol en árbol, como un animal: un murciélago o un lobo.

Estaba siguiendo a alguien.

Era un monje. Llevaba puesta una arpillera y tenía los pies descalzos y duros y cubiertos de costras. Su barba y su tonsura eran largos, descuidados, sin afeitar.

Ella lo observaba escondida detrás de los árboles. Al final, él se detuvo para la noche y empezó a hacer un fuego, poniendo ramitas, rompiendo el nido de un petirrojo para conseguir astillas. Llevaba una caja de yesca en sus vestiduras y golpeó el pedernal contra el acero hasta que las chispas prendieron la yesca y el fuego llameó. Había encontrado dos huevos en el nido y se los comió crudos.

No debieron de ser comida para un hombre tan grande. Se quedó ahí sentado, a la luz de la lumbre, y ella salió de su escondite. Se puso en cuclillas al otro lado del fuego y le miró fijamente. Él sonrió, como si hiciera mucho tiempo que no veía a otro ser humano, y le hizo una señal para que se acercase.

Ella se levantó y caminó alrededor del fuego y esperó, a cierta distancia. Él se recogió las vestiduras hasta que encontró una moneda, un penique minúsculo de cobre, y se la lanzó. Ella la atrapó y asintió con la cabeza y se acercó a él. Él tiró de la cuerda que le rodeaba la cintura y sus vestiduras se abrieron. Tenía el cuerpo tan peludo como el de un oso. Ella le empujó hacia el musgo. Una mano avanzó, como una araña, a través del pelo enredado, hasta que se cerró en su órgano viril; la otra mano trazó un círculo en su pezón
izquierdo. Él cerró los ojos y deslizó una mano enorme bajo su falda. Ella bajó la boca al pezón que había estado incitando, su piel suave blanca sobre el cuerpo peludo y marrón del hombre.

Ella hundió los dientes en su pecho. Él abrió los ojos, luego los volvió a cerrar, y ella bebió.

Se sentó a horcajadas sobre él y comió. Mientras lo hacía, un líquido poco espeso y negruzco empezó a fluirle de entre las piernas...

―¿Sabes qué es lo que mantiene a los viajeros alejados de nuestra ciudad?

¿Qué le está ocurriendo a la gente del bosque? ―preguntó el Señor de la Feria.

Cubrí el espejo con la piel de gamo y le dije que me encargaría personalmente de hacer que el bosque volviera a ser un lugar seguro.

Debía hacerlo, aunque ella me aterrorizaba. Yo era la reina.

Una mujer estúpida se habría adentrado entonces en el bosque y habría intentado capturar a la criatura; pero yo ya había sido estúpida una vez y no tenía deseo alguno de serlo una segunda vez.

Pasé un tiempo con libros viejos. Pasé un tiempo con gitanas (que cruzaban nuestro país por las montañas del sur, en vez de atravesar el bosque por el norte y por el oeste).

Me preparé y obtuve aquellas cosas que necesitaría, y cuando llegaron las primeras nevadas estaba lista.

Desnuda, estaba, y sola en la torre más alta del palacio, un lugar abierto al cielo. Los vientos me helaban el cuerpo; los brazos, los muslos y los pechos se me pusieron de piel de gallina. Llevaba un cuenco de plata y una cesta en la que había puesto un cuchillo y un alfiler de plata, unas pinzas, un manto gris y tres manzanas verdes.

Lo cogí todo y me quedé ahí de pie, desnuda, en la torre, humilde ante el cielo nocturno y el viento. Si algún hombre me hubiese visto ahí de pie, le hubiera sacado los ojos; pero no había nadie que me espiara. Las nubes cruzaban raudas el cielo, escondiendo y descubriendo la luna menguante.

Cogí el cuchillo de plata y me corté el brazo izquierdo, una, dos, tres veces. La sangre goteó en el cuenco, el escarlata parecía negro a la luz de la luna. Añadí el polvo de la ampolla que llevaba colgada del cuello. Era un polvo marrón, hecho de hierbas secas y de la piel de un sapo determinado, y de ciertas cosas más. Espesaba la sangre, pero sin dejar que se coagulase.

Cogí las tres manzanas, una a una, y pinché las pieles con cuidado con mi alfiler de plata. Luego las puse en el cuenco y las dejé allí un rato mientras los primeros copos diminutos de nieve del año caían despacio sobre mi piel y sobre las manzanas y sobre la sangre.

Cuando el alba empezó a iluminar el cielo, me cubrí con el manto gris y cogí las manzanas rojas del cuenco, una a una, metiéndolas en la cesta con las pinzas de plata, teniendo cuidado de no tocarlas. No quedaba ni rastro de mi sangre ni del polvo marrón en el cuenco, nada excepto un residuo negro, como un verdín, en el interior.

Enterré el cuenco en la tierra. Entonces embellecí las manzanas con un conjuro (como una vez, años antes, junto a un puente, me había embellecido a mí misma), para que fueran, sin ninguna duda, las manzanas más maravillosas del mundo, y para que el tono carmesí de su piel fuera del color cálido de la sangre fresca.

Me bajé la capucha del manto sobre la cara y me llevé cintas y bonitos adornos para el pelo, los puse encima de las manzanas en la cesta de junco y caminé sola por el bosque hasta que llegué a su morada: un precipicio alto de arenisca, surcado de cuevas profundas que se adentraban en la pared rocosa.

Había árboles y rocas grandes alrededor de la pared del precipicio, y caminé en silencio y con cuidado de árbol en árbol sin tocar ni una ramita ni una hoja caída. Al final encontré el lugar donde esconderme y esperé y vigilé.

Unas horas después, un puñado de enanos salieron arrastrándose del agujero de la cueva: hombrecitos feos, contrahechos y peludos, los antiguos habitantes de este país. Por aquel entonces casi nunca se les veía.

Desaparecieron en el bosque y ninguno me advirtió, aunque uno de ellos se detuvo a orinar contra la roca tras la cual estaba escondida.

Esperé. No salió ninguno más.

Fui a la entrada de la cueva y grité en su interior, con una voz cascada y vieja.

La cicatriz de mi monte de Venus latió con fuerza cuando ella vino hacia mí, saliendo de la oscuridad, desnuda y sola.

Tenía trece años, mi hijastra, y nada estropeaba la blancura perfecta de su piel, salvo la cicatriz amoratada de su pecho izquierdo, de donde le habían arrancado el corazón hacía tiempo.

El interior de sus muslos estaba manchado de una mugre húmeda y negra.

Me miró con ojos escrutadores, escondida como estaba bajo mi manto. Me miró con avidez.

―Cintas, buena mujer ―dije con voz ronca―. Hermosas cintas para tu pelo...

Me sonrió y me hizo una señal para que me acercara. Un tirón; la cicatriz de mi mano me empujaba hacia ella. Hice lo que había planeado, pero mucho más deprisa de lo que había planeado: dejé caer la cesta y chillé como la vendedora ambulante vieja e insensible que fingía ser, y corrí.

Mi manto gris era del color del bosque, y corrí rápido; no me atrapó.

Volví al palacio.

No lo vi. Pero imaginemos a la chica que regresa, frustrada y hambrienta, a su cueva y encuentra mi cesta que ha caído al suelo.

¿Qué hizo?

Quiero creer que primero jugó con las cintas, se las enroscó en el cabello negro como el azabache, hizo un lazo con ellas alrededor del cuello pálido o de la cintura minúscula.
Y luego, curiosa, apartó el paño para ver qué más había en la cesta y vio las manzanas rojísimas.

Olían a manzanas frescas, por supuesto; y también olían a sangre. Y ella tenía hambre. Me la imagino cogiendo una manzana, apretándola contra la mejilla, sintiendo la fría suavidad contra la piel.

Entonces, abrió la boca y la mordió...

Cuando llegué a mis aposentos, el corazón que colgaba de la viga del techo, junto a las manzanas y los jamones y los salchichones, había dejado de latir.

Estaba allí colgado, silencioso, sin movimiento ni vida, y me sentí a salvo otra vez.

Aquel invierno las nieves fueron altas y profundas y tardaron en derretirse.

Todos teníamos hambre cuando llegó la primavera.

La Feria de Primavera mejoró un poco aquel año. Los habitantes del bosque eran escasos, pero estaban allí, y había viajeros de las tierras del otro lado del bosque.

Vi a los hombrecitos peludos de la cueva del bosque comprando y regateando por pedazos de vidrio y trozos de cristal y de roca de cuarzo.

Pagaban por el cristal con monedas de plata: el botín de los actos de mi hijastra, no tenía la menor duda. Cuando corrió el rumor de lo que estaban comprando, los vecinos del lugar volvieron a sus casas a toda prisa y regresaron con sus cristales de la suerte y, en algunos casos, con hojas enteras de vidrio.

Por un momento pensé en hacer que mataran a los hombrecitos, pero no lo hice. Mientras el corazón colgara silencioso e inmóvil y frío de la viga de mi aposento, yo estaba a salvo y también lo estaba la gente del bosque y, por lo tanto, con el tiempo, la gente de la ciudad.

Era el día en que cumplía veinticinco años, y mi hijastra se había comido la fruta envenenada hacía dos inviernos, cuando el príncipe vino a mi palacio. Era alto, muy alto, con ojos verdes y fríos y la tez morena de los habitantes del otro lado de las montañas.

Viajaba con un séquito pequeño: lo bastante grande para defenderle, lo bastante pequeño para que otro monarca ―yo, por ejemplo― no le viera como una amenaza potencial.

Fui práctica: pensé en la alianza de nuestros países, pensé en un reino que se extendía desde los bosques hasta el mar al sur; pensé en mi amor barbudo de pelo dorado, muerto hacía ocho años; y, por la noche, fui a la habitación del príncipe.

No soy ninguna inocente, aunque mi difunto marido, que fue mi rey, realmente fue mi primer amante, digan lo que digan.

Al principio él parecía excitado. Me pidió que me quitara el vestido y que me pusiera delante de la ventana abierta, lejos del fuego, hasta que tuviera la piel helada. Luego me pidió que me echara de espaldas, con las manos juntas sobre el pecho, los ojos bien abiertos, pero mirando sólo las vigas de arriba. Me dijo que no me moviera y que respirase lo menos posible. Me imploró que no dijera nada. Me separó las piernas.

Fue entonces cuando me penetró.

Cuando el príncipe empezó a empujar dentro de mí, sentí cómo se me alzaban las caderas, sentí cómo empezaba a ajustarme a él, presión por presión, empujón por empujón. Gemí. No lo pude evitar.

Su miembro viril salió de mí, deslizándose. Bajé la mano y lo toqué, una cosa diminuta y resbaladiza.

―Por favor ―dijo en voz baja―. No debes ni moverte ni hablar.Simplemente yace ahí en las piedras, tan fría y tan hermosa.

Lo intenté, pero él había perdido la fuerza, fuera cual fuera, que le había hecho viril; y, poco después, abandoné su habitación, con el resonar de sus maldiciones y lamentos aún en mis oídos.

Se marchó a la mañana siguiente temprano, con todos sus hombres, y se internó en el bosque.
Me imagino su entrepierna, entonces, mientras cabalgaba, un nudo de frustración en la base de su virilidad. Me imagino sus labios pálidos apretados con tanta fuerza. Después, me imagino su pequeña comitiva recorriendo el bosque a caballo, encontrándose por fin con el túmulo de vidrio y cristal de mi hijastra. Tan pálida. Tan fría. Desnuda bajo el cristal y poco más que una niña, y muerta.

En mi fantasía, casi siento la dureza repentina de su virilidad dentro de sus pantalones, preveo la lujuria que se apoderó de él en aquel momento, las oraciones masculladas entre dientes agradeciendo su suerte. Me lo imagino negociando con los hombrecitos peludos, ofreciéndoles oro y especias por el hermoso cadáver de debajo del sepulcro de cristal.

¿Aceptaron su oro de buen grado? ¿O levantaron la vista y vieron a sus hombres a caballo, con sus espadas afiladas y sus lanzas, y se dieron cuenta de que no les quedaba otra alternativa?

No lo sé. No estaba allí; no estaba mirando en mi espejo. Sólo puedo imaginar...

Manos, que quitan los pedazos de cristal y de cuarzo de su cuerpo frío.

Manos, que le acarician con dulzura la mejilla fría, que le mueven el brazo frío, que se regocijan al descubrir que el cadáver sigue fresco y maleable.

¿La tomó allí, delante de todos ellos? ¿O hizo que la llevasen a un rincón apartado antes de montarla?

No lo sé decir.

¿La sacudió para quitarle la manzana de la garganta? ¿O se le abrieron los ojos poco a poco mientras él embestía su cuerpo frío; se le abrió la boca, se le separaron los labios rojos, se le cerraron los dientes amarillos y afilados en el cuello moreno del príncipe, mientras la sangre, que es la vida, corría goteando por su garganta, llevándose el trozo de manzana, el mío, mi veneno?

Me lo imagino; no lo sé.

Lo que sí sé es esto: me desperté de noche por el corazón que volvía a latir y a palpitar. Me cayeron gotas de sangre salada en la cara desde arriba. Me senté. La mano me ardía y palpitaba como si me hubiese golpeado la raíz del pulgar con una roca.

Alguien aporreó la puerta. Tenía miedo, pero soy una reina y no quería mostrar temor. Abrí la puerta.

Primero entraron sus hombres en mi aposento y me rodearon, con sus espadas afiladas y sus largas lanzas.

Luego entró él; y me escupió a la cara.

Por último, entró ella en mi cuarto, como lo había hecho cuando me convertí en reina y ella era una niña de seis años. No había cambiado. No mucho.

Tiró del cordel del que colgaba su corazón. Quitó las serbas, una a una; quitó la cabeza de ajos, para entonces una cosa seca, después de tantos años; luego cogió lo que le pertenecía, su corazón bombeante ―un corazoncito que no era mayor que el de una cabra o una osa―, mientras la sangre rebosaba y se derramaba por su mano.

Debía de tener las uñas tan afiladas como el cristal: se hendió el pecho con ellas, pasándolas por la cicatriz violeta. Su pecho se abrió, de repente, sin sangre. Lamió el corazón, una vez, mientras la sangre le corría por las manos, y se lo hundió en el pecho.

Vi cómo lo hacía. La vi cerrar la carne de su pecho otra vez. Vi cómo la cicatriz violeta empezaba a desvanecerse.

Por un momento su príncipe pareció preocupado, pero de todas maneras la rodeó con el brazo, y se quedaron allí, uno junto al otro, y esperaron.

Y ella siguió fría, la flor de la muerte permaneció en sus labios, y la lujuria del príncipe no disminuyó en ningún sentido.

Me dijeron que se casarían y que, en efecto, los reinos se unirían. Me dijeron que yo estaría con ellos el día de su boda.

Empieza a hacer calor aquí dentro.

Le han dicho cosas malas de mí a la gente; una pequeña verdad para añadir sabor al plato, pero mezclada con muchas mentiras.

Me ataron y me dejaron en una celda diminuta de piedra bajo el palacio, y me quedé allí todo el otoño. Hoy me han venido a buscar a la celda; me han despojado de mis andrajos y me han lavado la mugre y luego me han afeitado la cabeza y la entrepierna, y me han frotado la piel con grasa de oca.

Estaba nevando cuando me llevaban ―dos hombres para cada mano, dos para cada pierna―, completamente expuesta, fría y con los brazos y piernas abiertos, entre la muchedumbre, en pleno invierno, para traerme a este horno.

Mi hijastra estaba allá con su príncipe. Me observaba, en mi humillación, pero no decía nada.

Cuando me metían dentro, burlándose y bromeando mientras lo hacían, he visto un copo de nieve que se posaba en la mejilla blanca de mi hijastra y se quedaba allí sin derretirse.

Han cerrado la puerta del horno detrás de mí. Cada vez hace más calor aquí dentro y fuera están cantando y gritando entusiasmados y golpeando las paredes del horno.

Ella no estaba riéndose ni burlándose ni hablando. No me ha mirado desdeñosa ni se ha apartado. No obstante, me ha mirado; y por un momento me he visto reflejada en sus ojos.

No gritaré. No les daré esa satisfacción. Tendrán mi cuerpo, pero mi alma y mi historia son mías y morirán conmigo.

La grasa de oca empieza a derretirse y a brillar sobre mi piel. No haré ningún ruido. No pensaré más en esto.

En cambio, pensaré en el copo de nieve sobre su mejilla.

Pienso en su cabello negro como el carbón, sus labios, más rojos que la sangre, su piel, como blanca nieve.


Neil Gaiman
Humo y espejos (antología)
Norma Editorial, 1999


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Oh gran Guana Mr. Gaiman ;-)  Ahora que están a punto de estrenarse  en cine dos versiones más del cuento de Blancanieves (donde, of course, la mala malísima es la reina), viene muy bien conocer el "punto de vista" de la soberana. Un cuento que me recuerda mucho a Roja como la sangre de Tanith Lee :) (para leerlo, pinchar aquí)






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02 febrero 2012

Imbolc



Mitad de invierno, midwinter, y esta festividad celta podría ser la promesa de que la primavera vendrá con la luz y el calor. Es una "llamada" a que las semillas germinen y broten en la próxima estación. Que todo se regenere y asi cumplir con uno más de los ciclos de la vida. Renacimiento tras el descanso invernal.

Una de las grandes festividades paganas que la Iglesia "condensó" (imponer sería arriesgado decirlo pues en todo caso se sincretizó) con la presentación del niño Jesús en el templo y con la purificación de la Virgen María tras los cuarenta días después del parto. Hoy, en el mundo cristiano, se llama Candelaria, hay velas y luz por doquier. Antiguamente, las velas de los pobres se bendecían para que fuesen encendidas en las ventanas durante las tormentas y así ahuyentaran todo el mal y el peligro.

En Irlanda, hoy es la gran festividad de St. Brigit que simboliza el fuego del nacimiento y la salud. El Papa Sergius I (687-701 después de Cristo) no estaba contento con la admiración que despertaba la diosa Brighid y la "cristianizó". Unió a la diosa con St. Brigit (Bridget) que nació en la villa irlandesa de Faughart alrededor del año 450. Su padre era el jefe irlandés Dubthac y su madre era conocida como Brocca. De acuerdo a la leyenda, St. Patrick bautizó a sus padres.

En la tradición irlandesa, Brighid es hija de Dagda y es la diosa del fuego de la sanación con muchas influencias de ritos solares. También es la diosa de los bardos, de la poesía y de la inspiración; de la herrería, la hospitalidad, la protección del hogar, de los niños pequeños y de los guerreros inexpertos.

Desde el 31 de enero hasta hoy, las hogueras han ardido en los bosques y montes. El fuego no ha sido apagado esperando la visita de la diosa :)






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